viernes, 13 de mayo de 2011

Muy raro.


No puedo parar de pensar en la decisión que tomé en Junio del año pasado. Más que en ella, pienso en sus consecuencias. ¿Cuántas cosas han cambiado desde entonces? ¿Cómo pensamos ahora y cómo pensábamos antes? ¿Tanto hemos alterado nuestra forma de amar? Pero sobre todo, ¿ha merecido la pena arriesgarse?
Cuando decidí vivir tan lejos era consciente de lo que ello significaba. Estamos acostumbrados a vivir separados, pero nunca durante tanto tiempo y posiblemente no fuese a funcionar. Pude vernos en caminos diferentes, siempre lo hice, fui inteligente al adquirir la capacidad pensar que mi futura vida profesional era más importante que una parte (aunque grande) de mi vida personal. Mis argumentos contra mí misma eran aceptables y suficientes: el quiero y debo superaron dos años de la relación inestable que se había convertido en una droga. Una fantástica droga que, cada vez que caía en ella, me hacía más feliz.
Cambié mi droga eventual por algo que se me presentaba nuevo, con unas altas expectativas y mucho futuro por delante (algunos la llaman Universidad). No obstante, no niego que el compuesto que abandoné fuera a darme más felicidad, pero los cambios de aires, y pensar más en un “mí” que en un “nosotros” siempre han sido de mi agrado.
Intenté ventilar cuanto antes la desesperación que me supuso el hecho de haber acertado, su trabajo costó, pero no fue en vano. Puedo confirmar que sigo siendo feliz, que me acuerdo de ti de vez en cuando, que me gustaría que esto fuese diferente. Incluso me había justificado diciendo que lo que en realidad “tiene que pasar”, no tiene porqué ser ahora. Y no lo veía dificultoso ni lejano. Ni siquiera imposible. Fue cómodo prometerme que si, en un futuro, vuelvo a casa, y esa especie de “arte de la vida” que la gente llama destino, quiere que estemos juntos algún día, no me negaría.
Y otra vez tropecé con la misma piedra. Esa que me hace fuerte pero a la vez, a veces, me debilita. Pensé únicamente en mí. Y como no dabas señales que me hicieran pensar lo contrario, aprendí a disfrutar de mi vida en este pueblo. De sus calles, su gente, su fiesta, sus clases… hasta de su ausencia de mar. Ahora te leo, te semi-veo después de nueve meses y me doy cuenta de que no todo es como yo esperaba. Obviamente no nos íbamos a quedar esperando, como tontos, el uno al otro. Ni lo hice ni pretendía que lo hicieras.  Pero los míos, hasta ahora, han sido todos “romances adolescentes”, y cada vez veo más real que quieras vivir momentos más sensatos, acordes con tu edad. Y es justo ahora, cuando la diferencia de edad entre ambos, esa distancia que no nos había afectado cuando yo era menor de edad, nos separa más que nunca.
No me siento mal, ni triste. Simplemente extraña y sin fundamentos. Me alegro de haber venido a aquí, y ya no existe ningún tipo de frustración que se apodere de mis entrañas. Pero es raro. Muy raro.

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